¡Hola, exploradores! Hoy os llevo a las alturas de Hobart, donde el aire fresco abraza el alma.
Ascender al Monte Wellington, o Kunanyi, como lo llaman sus custodios aborígenes, es sumergirse en una paleta de grises y verdes que culmina en un horizonte infinito. Arriba, el viento te recibe con un susurro constante, peinando los arbustos alpinos y trayendo consigo el aroma de la tierra húmeda y el eucalipto salvaje. La vista se despliega en un tapiz viviente: el río Derwent serpenteando entre la ciudad de Hobart y las penínsulas lejanas, pintadas de azul brumoso. Las famosas Columnas de Órgano, formaciones de dolerita esculpidas por el tiempo, se alzan como centinelas pétreos, recordándote la fuerza geológica del lugar. La luz juega caprichosamente, transformando el paisaje de un minuto a otro, revelando picos distantes o envolviéndolo todo en una neblina mística.
Recuerdo una tarde en la que el cielo, que prometía una puesta de sol espectacular, se cerró de repente con una niebla tan densa que apenas se veían las manos. La decepción era palpable entre los pocos visitantes. Pero, de la nada, un claro en la bruma reveló un fragmento de Hobart, iluminado por un rayo de sol que se colaba entre las nubes. Fue un instante fugaz, íntimo, como si la montaña nos concediera un secreto, un recordatorio de su poder impredecible y su belleza efímera. Ese momento de revelación, de ver cómo la ciudad respira bajo su imponente guardián, es lo que hace que Kunanyi no sea solo una vista, sino el corazón palpitante de Hobart.
Hasta la próxima aventura, y que vuestros viajes estén llenos de momentos así de mágicos. ¡Nos vemos en el camino!