Imagina que el coche se detiene y la cálida brisa de la noche de Phuket te envuelve. No es solo aire; es una mezcla de humedad tropical, el suave olor a jazmín de algún jardín cercano y un eco lejano de música pop que parece venir de todas partes. Caminas unos pasos, y el sonido de las conversaciones se vuelve más denso, más cercano. La fachada del Simon Cabaret es grande, imponente, y aunque no la veas, sientes la energía que emana de ella, como un imán que atrae a la gente.
Al cruzar las puertas, sientes un cambio inmediato en el aire: el frescor del aire acondicionado es un alivio, un contraste con el exterior. El murmullo de la gente se transforma en un zumbido más cercano, una anticipación compartida. Te guían por pasillos alfombrados, y cada paso es suave, amortiguado. Cuando te sientas, el terciopelo de la butaca te envuelve, acogedor, y el leve chirrido de los asientos a tu alrededor te dice que la sala se está llenando. El espacio huele a limpio, a un toque de perfume que ya anticipa la magia.
De repente, las luces se apagan. No es un simple clic; es una inmersión gradual en la oscuridad que te envuelve por completo. Un silencio expectante se apodera de la sala, y luego, una explosión de sonido. La música no es solo algo que escuchas; la sientes vibrar en el pecho, en el suelo bajo tus pies. Es una melodía grandiosa, con metales brillantes y cuerdas que te elevan. Puedes casi oler el brillo de la purpurina y el maquillaje escénico que se avecina, una promesa olfativa de lo que está por venir. El telón se abre, y aunque no lo veas, el cambio en el flujo del aire, la repentina liberación de energía de la sala, te indica que el espectáculo ha comenzado.
Lo que sigue es un torbellino de sensaciones. La música cambia constantemente: un momento es una balada suave que te acaricia el oído, al siguiente es un ritmo pop contagioso que te hace querer mover los pies. Sientes el pulso de la orquesta, la precisión de los pasos de baile que resuenan suavemente en el escenario. Imagina la sensación de las telas más lujosas, el roce de la seda, el peso de los brocados, los flecos que se agitan con cada movimiento. Cada número es una historia contada a través del sonido y la energía; puedes sentir la alegría en los números más festivos, la melancolía en las canciones más lentas, todo transmitido por la intensidad de la voz y la orquestación.
Cuando el último número termina y la música se desvanece, el aplauso es ensordecedor. No es solo un sonido; es una ola de aprobación que te envuelve, cálida y vibrante. La sala se ilumina lentamente, y una nueva energía surge: la oportunidad de acercarte. Al salir, un pasillo te lleva a donde los artistas esperan. Escuchas el murmullo de las voces, los 'clics' de las cámaras de los móviles. Si te acercas, puedes sentir el suave roce de un vestido de lentejuelas, el ligero aroma a colonia o perfume que emana de ellos. Un apretón de manos es suave, susurros de agradecimiento en inglés o tailandés. Es un momento fugaz, pero muy real, de conexión con la magia que acabas de experimentar.
Oye, un par de cosas prácticas por si te animas. Reserva tus entradas con antelación, sobre todo si vas en temporada alta; así te aseguras tu asiento y a veces pillas mejores precios online. Para llegar, lo más fácil es un taxi o un tuk-tuk, pero negocia el precio antes de subirte. El show dura como una hora y cuarto, sin intermedio. Y ojo con las fotos: dentro del teatro, nada de cámaras ni móviles durante la función, por respeto a los artistas y a los derechos de autor. Pero al final, fuera, sí que puedes hacerte fotos con ellos. Eso sí, ten a mano algo de cambio (unos 100 baht por artista es lo habitual) si quieres una foto, es su manera de agradecerles el esfuerzo. No es obligatorio, pero sí un bonito gesto.
Léa desde el camino