¡Hola, amigo! Si te vas a sumergir en el caos organizado de Bangkok, hay un lugar que tienes que sentir con cada fibra de tu ser: el Mercado del Tren de Maeklong. No es solo un sitio para ver, es una experiencia que te atraviesa. Para llegar, lo más práctico es coger una minivan desde la estación de autobuses de Mo Chit o Southern Bus Terminal en Bangkok. Te dejan justo en la entrada del mercado, y es ahí donde empieza tu aventura. No te asustes por el bullicio inicial; es parte de la magia.
Imagina que bajas y, de repente, una ola de olores te envuelve: el dulzor de las frutas tropicales maduras, el picante de las especias secas, un toque salado de pescado fresco y, por debajo de todo, el aroma terroso de la humedad. Caminas, y bajo tus pies, sientes la textura desigual del asfalto que se mezcla con la tierra. Pronto, tus pies notarán algo diferente: el frío y duro metal de los raíles del tren. Sí, estás caminando directamente sobre las vías, rodeado de puestos. A tus lados, los vendedores, con sus voces canturreantes, te ofrecen mangos, durian, pescado seco, y montones de verduras. Puedes extender la mano y tocar los plásticos de los toldos, sentir la frescura de las hojas de plátano que envuelven algunos productos, o la rugosidad de una piña. Es increíble la calma con la que se mueven entre el hierro.
Mientras sigues el camino, los sonidos del mercado son una sinfonía: el chasquido de los cuchillos al cortar la carne, el crujido de las bolsas de plástico, el murmullo constante de las conversaciones en tailandés, y el zumbido ocasional de un ventilador. Sientes el calor del sol en tu piel y el aire denso y húmedo que te envuelve. De repente, una voz por megafonía irrumpe en el ambiente. Es un anuncio, casi una advertencia, que te dice que el tren se acerca. Aún no lo oyes, pero la atmósfera cambia. Los vendedores, que hace un segundo estaban charlando, ahora empiezan a recoger sus toldos con una velocidad pasmosa. Es un ballet ensayado. Aquí, no hay que correr, solo observar y sentir la anticipación que se propaga por el aire.
Y entonces, lo sientes. Una vibración sutil, casi imperceptible al principio, que nace de la tierra y sube por tus pies. Luego, un silbido lejano, agudo y penetrante, que se acerca rápidamente. El sonido del tren se vuelve más fuerte, un rugido de metal sobre metal que inunda todo. El aire se mueve, y puedes sentir el viento que precede al monstruo de hierro. Párate a un lado, lo más pegado posible a los puestos. La tierra vibra con fuerza ahora. El tren pasa tan, tan cerca que sentirás el calor de sus vagones y el olor a diésel quemado. Es tan rápido que casi no te da tiempo a procesarlo. No intentes tocarlo, solo déjate envolver por la fuerza de su paso.
Y tan rápido como llegó, se va. El estruendo se aleja, y lo que queda es un silencio casi absoluto por un instante, antes de que el mercado cobre vida de nuevo. Es mágico. Los vendedores, con una naturalidad asombrosa, vuelven a extender sus toldos, a colocar sus productos sobre las vías, como si nada hubiera pasado. Es el momento perfecto para explorar un poco más, ahora que la adrenalina ha bajado. Puedes probar alguna de las delicias locales que venden en los puestos, como el arroz pegajoso con mango o unos rollitos de primavera frescos. No te vayas corriendo; tómate un momento para sentir cómo el mercado vuelve a su ritmo habitual, esa resiliencia tan tailandesa.
Olya desde las callejuelas.