¡Hola, exploradores del tiempo!
Al adentrarse en Banpo, uno no visita solo un museo, sino que retrocede milenios. La vasta cúpula que protege el sitio de excavación principal te envuelve en una atmósfera de solemnidad. Bajo tus pies, la tierra misma cuenta historias: los cimientos circulares de las viviendas, el trazado de un poblado neolítico que floreció hace más de seis mil años. Aquí no hay vitrinas pulcras; la historia se despliega en capas de sedimento, revelando la estructura de un hogar antiguo, los pozos de almacenaje.
Paseando por las reconstrucciones de las chozas, se percibe la astucia de sus habitantes. Las paredes de barro y paja, los techos cónicos, invitan a imaginar el crepitar del fuego central, las conversaciones bajo la luz tenue. Las herramientas de piedra pulida y las cerámicas con motivos geométricos, expuestas con una sencillez que realza su belleza funcional, hablan de una vida arraigada a la tierra y al ingenio.
Pero hay un detalle que a menudo pasa desapercibido: el *olor* peculiar en el corazón de la excavación principal. No es el aroma a polvo o a madera vieja que uno esperaría, sino una fragancia terrosa y húmeda, casi mineral, que emana directamente de las capas expuestas de suelo. Es el aliento de seis mil años de historia, un recordatorio olfativo de la vida que una vez bulló en este mismo lugar, una conexión visceral con aquellos que moldearon la arcilla y cultivaron la tierra bajo este mismo cielo.
Hasta la próxima aventura, ¡sigan explorando!