Hay lugares que no se visitan, se sienten. Auschwitz-Birkenau es uno de ellos. Al llegar, el aire frío te envuelve, incluso en un día soleado, como si la temperatura del lugar se hubiera quedado anclada en el invierno de la historia. El silencio es denso, solo roto por el crujido de la grava bajo tus pies o el murmullo respetuoso de otros visitantes. El peso de la historia te oprime el pecho, una sensación tangible que te acompaña a cada paso.
Imagina que tus pies pisan el mismo suelo, que tus ojos, o tu mente si no puedes ver, se fijan en el infame arco de hierro forjado que reza: "Arbeit Macht Frei". Aquí, casi instintivamente, muchos se detienen. No es por una foto bonita, sino por la necesidad de fijar ese momento, de documentar el inicio de un viaje al pasado. A tu alrededor, los bloques de ladrillo rojo, imponentes y sombríos, se alzan bajo un cielo que a menudo parece más gris. El mejor momento para capturar la esencia de este lugar, sin multitudes, es a primera hora de la mañana, cuando la niebla aún se aferra al suelo y la luz es tenue, o al final de la tarde, cuando las sombras se alargan y el sol se despide con un halo melancólico, intensificando la solemnidad.
Una vez dentro de Auschwitz I, cada paso es una lección. Sientes el frío que emana de las paredes de ladrillo centenarias, y los ecos de otros visitantes son apenas susurros; nadie se atreve a hablar alto. El olor a humedad y a tiempo detenido impregna el ambiente. Hay salas donde la fotografía está estrictamente prohibida por respeto, como en las exhibiciones de pertenencias o cabellos, y es esencial honrar esa norma. Pero al caminar por los senderos entre los barracones, o cerca del Muro de la Muerte, donde la historia es palpable en cada ladrillo, puedes encontrar momentos para registrar visualmente. Lo que te rodea son hileras de edificios idénticos, alambradas de espino que se extienden hasta donde alcanza la vista, y torretas de vigilancia que aún parecen escudriñar el horizonte. La luz aquí, a cualquier hora del día, resalta la crudeza de la arquitectura, creando contrastes duros entre la sombra y la poca claridad que se filtra.
Luego, te desplazas a Birkenau, y la escala te golpea con una fuerza brutal. El viento, a menudo implacable, barre la vasta extensión, llevando consigo un escalofrío que no es solo físico. Sientes la inmensidad, el vacío, la desolación. Imagina kilómetros de campo abierto, donde solo el silencio y la brisa te acompañan. La imagen más impactante, y donde muchos se detienen, es en la entrada principal de Birkenau, el "Torreón de la Muerte", con las vías del tren que se extienden infinitamente a través de su arco. Es la imagen de la llegada, del no retorno. Lo que te rodea es una llanura inmensa, salpicada por las chimeneas de ladrillo de barracones ya desaparecidos, como dientes rotos en el horizonte. La mejor hora, si buscas una atmósfera que refleje la tristeza del lugar, es una tarde nublada, cuando el cielo se funde con la tierra en tonos grises, o al amanecer, cuando una bruma baja puede envolver las vías, dotándolas de una cualidad fantasmal y profundamente conmovedora.
Al adentrarte más en Birkenau, caminando por esas vías infinitas, la sensación de soledad es abrumadora. Sientes la grava bajo tus pies, el frío del aire en tu rostro. El sonido más fuerte es el de tus propios pasos, o el susurro del viento entre las ruinas. Hay ruinas de crematorios, restos carbonizados que hablan de lo que fue. Alrededor, solo vastos campos, los cimientos de miles de barracones que ya no existen, y el monumento conmemorativo, un lugar de profunda reflexión. Aquí, más que en ningún otro lugar, la fotografía debe ser un acto de memoria, no de turismo. No hay "mejores ángulos" para la belleza, solo para la verdad. La luz, sea cual sea el momento del día, siempre iluminará la desolación y la inmensidad de la tragedia. La clave es la reverencia. Permítete sentir, permítete recordar, y si decides tomar una imagen, que sea un testimonio silencioso de tu paso por un lugar que nunca debe ser olvidado.
Olya desde las callejuelas