Si te digo Bucarest, quizás pienses en el Arco del Triunfo o en la Casa del Pueblo. Pero hay un lugar que, para mí, captura el alma de la ciudad de una manera totalmente diferente: el Palacio CEC.
Imagina esto: caminas por la bulliciosa Calea Victoriei, el tráfico y las voces te envuelven. De repente, giras. El ruido se apaga, no del todo, pero se transforma. Sientes un cambio en el aire, un frescor que no esperabas. Tus pasos resuenan de forma diferente, más limpia, sobre una superficie dura que sabes que es mármol, aunque no la veas. El olor es distinto aquí dentro; una mezcla sutil de piedra antigua, un toque metálico y algo casi etéreo, como polvo de siglos suspendido en el aire. Escuchas el eco de tus propios pasos, y el de otros, pero son ecos respetuosos, casi susurros. La resonancia te envuelve, te sube por las piernas, te llena el pecho. Es el sonido de la grandeza, de un espacio que ha estado ahí, inmutable, por generaciones.
Ahora, dejando la poesía a un lado, ¿qué es exactamente este lugar? El Palacio CEC es la sede de la Caja de Ahorros de Rumanía, un banco. Está justo en el corazón de Bucarest, fácil de encontrar, a tiro de piedra de la Ciudad Vieja. No es un museo, es un edificio funcional, pero su entrada principal está abierta al público. Puedes acceder al vestíbulo principal, que es donde ocurre toda la magia sensorial de la que te hablaba. No hay que pagar entrada, es gratis. Solo recuerda que es un banco en funcionamiento, así que hay seguridad y cierto respeto que mantener. No es un lugar para correr o gritar.
Una vez dentro, en ese vestíbulo, alza la cabeza. Siente cómo el espacio se expande por encima de ti, vasto, imponente. Imagina una cúpula de cristal y metal, una tela de araña gigantesca y delicada que filtra la luz del sol. Esa luz, no la ves, pero la sientes. Cae suavemente, calentando apenas la piel, creando un ambiente etéreo. Puedes percibir la altura, la amplitud, la forma en que el aire se mueve de manera diferente en un espacio tan abierto, como si respirara contigo. El mármol bajo tus pies, frío al principio, parece absorber tu calor, conectándote a la tierra, a la historia. Y si te quedas en silencio, un silencio que no es ausencia de sonido, sino de ruido, puedes casi sentir las vibraciones de innumerables transacciones, decisiones, historias que se han gestado entre esas paredes a lo largo de más de un siglo. Es un latido lento, constante, del tiempo mismo.
Si te animas a ir, un par de cosas a tener en cuenta. Si quieres fotos, sí, puedes hacerlas en el vestíbulo, pero sin flash, por favor. Y sé discreto, es un banco, no un set de cine. La mejor hora para ir es por la mañana temprano o a última hora de la tarde, justo antes de que cierren, para evitar las multitudes y sentir esa quietud de la que te hablo. Se cierra los fines de semana, así que planifica tu visita de lunes a viernes. Una vez que salgas, estarás a un paso de la Iglesia Stavropoleos, una joya diminuta y antigua, y de las callejuelas animadas del Centro Histórico. Puedes combinarlo perfectamente.
Olya desde la callejuela