Así que me preguntas qué se siente al subir a la Torre de El Cairo, ¿verdad? No es solo "ver la ciudad desde arriba", es una experiencia que te envuelve. Imagina que llegas, y aunque el bullicio de la ciudad es constante —el claxon lejano, el murmullo de voces, el olor a especias y a veces a gasolina—, de repente, una mole de hormigón se alza sobre ti. Sientes la brisa cálida de El Cairo en la piel, y el sol, que puede ser intenso, te empuja a buscar la sombra mientras tu mirada se eleva, siguiendo la estructura que parece rascar el cielo. Es una sensación de asombro, de diminuto frente a lo imponente.
Entras y el aire cambia. El fresco del interior te da un respiro del calor exterior. Escuchas el murmullo de la gente, un eco diferente al de la calle, más contenido. Hay una ligera vibración en el suelo, el pulso del edificio. Te mueves por pasillos frescos, hueles un aire más limpio, menos denso que el de las calles. La anticipación empieza a crecer en tu pecho, sientes la ligereza de la espera, la promesa de algo grande.
Cuando el ascensor se pone en marcha, sientes un leve zumbido, casi imperceptible al principio, que se transforma en un suave ascenso. Hay una presión sutil en tus oídos, esa sensación familiar de elevación. No ves mucho, pero sientes la velocidad, cómo el suelo parece alejarse bajo tus pies, y el aire se vuelve más ligero, como si el espacio se abriera a tu alrededor. Es un viaje corto, pero cada segundo te eleva más allá del caos de la ciudad.
Y de repente, se abre. Sales del ascensor y el viento te envuelve. No es el aire denso de la calle, sino una brisa fresca y amplia que te acaricia la cara, te despeina. Escuchas el sonido del viento silbando suavemente alrededor de la estructura, mezclado con un eco lejano del tráfico abajo, que ahora suena como un murmullo distante, casi como el de un río. Puedes casi tocar el horizonte, sentir la inmensidad de El Cairo extendiéndose bajo tus pies, un tapiz de edificios, de luces si es de noche, que se pierde en la distancia. Te apoyas en la barandilla, sientes la solidez fría del metal bajo tus manos, y la escala de todo te hace sentir pequeño, pero también parte de algo enorme.
Un consejo de amiga: busca la puesta de sol. La luz dorada que baña la ciudad es mágica, y ver cómo las luces se encienden una a una es un espectáculo que se siente. El ticket lo compras allí mismo, no te compliques, y el precio es razonable para lo que ofrece. Lleva algo de abrigo, arriba siempre hace más fresco y el viento puede soplar fuerte, incluso en verano.
Hay un restaurante giratorio en la cima, una curiosidad más que otra cosa. Si no quieres gastar mucho, con un café o una bebida para disfrutar de las vistas mientras el suelo se mueve lentamente bajo tus pies, es suficiente. Para llegar, puedes usar Uber o un taxi, es bastante céntrico y conocido. Si tienes prisa, con una hora te basta para sentirlo todo, pero si quieres empaparte, quédate un poco más, respira el aire, y deja que la vista te inunde.
Lola, desde el camino