¡Hola, trotamundos! Si me preguntas cómo guiaría a un amigo por el Gershwin Theatre en Nueva York, te diría que no es solo un edificio, es una experiencia que empieza mucho antes de que se levante el telón.
Lo primero es la llegada. Imagina que estás en pleno corazón de Manhattan, el aire huele a una mezcla de comida callejera, humedad y esa energía eléctrica tan neoyorquina. Escuchas el murmullo constante de la ciudad, los taxis, las sirenas a lo lejos, el eco de los pasos de miles de personas. Caminas por la 51st Street y, de repente, la fachada del Gershwin se alza imponente. Sientes el asfalto bajo tus pies, la brisa de la tarde en tu cara, y luego, una estructura colosal y elegante se presenta ante ti. No hay prisa. Llega con tiempo, al menos 45 minutos antes de la función. Así evitas el agobio de la multitud y puedes absorber la atmósfera exterior sin empujones.
Una vez dentro, el mundo cambia. Empujas las pesadas puertas de cristal y sientes cómo la temperatura y el sonido se transforman. El bullicio de la calle se apaga a un murmullo más suave, un eco amortiguado de conversaciones y risas. El aire es más cálido, más denso, quizás con un leve aroma a alfombra vieja y a ese característico "olor a teatro" que no sabes describir pero que te envuelve. Sientes el suelo liso bajo tus zapatos, el espacio que se abre frente a ti es inmenso. Tómate un momento para sentir la amplitud del vestíbulo, la altura del techo. Si necesitas ir al baño, pregunta al personal; suelen estar en los niveles inferiores y es mejor ir antes de que empiece la cola.
El siguiente paso es encontrar tu asiento. Caminas por pasillos alfombrados, sientes la suavidad bajo tus pies, y el murmullo de la gente se intensifica a medida que te acercas a la sala principal. El olor a terciopelo, a madera pulida, a polvo antiguo, se hace más presente. Cuando llegas a tu fila, sientes el contacto con el pasamanos de las butacas, el roce de la tela. Te sientas y sientes el mullido cojín bajo ti, el respaldo que te acoge. Percibes la inclinación del suelo, diseñada para que todos tengan una buena vista. Antes de que se apaguen las luces, siente la anticipación en el aire, esa energía colectiva de cientos de personas esperando lo mismo. No te preocupes por el "mejor asiento"; desde cualquier punto, el sonido te envuelve y las vibraciones del escenario te alcanzan.
Cuando las luces se atenúan, es el momento mágico. Escuchas el último susurro de la multitud, que se convierte en un silencio reverente. Luego, los primeros acordes de la orquesta, sientes cómo el sonido vibra a través del suelo y las butacas, una sensación que te recorre el cuerpo. Es como si el aire mismo se volviera música. Durante la función, no intentes adivinar lo que pasa visualmente; concéntrate en las voces, en los cambios de tono, en la cadencia de los diálogos, en la resonancia de los pasos en el escenario. Siente la emoción que transmiten los actores, la risa de los demás, el suspiro colectivo. En el intermedio, si quieres estirar las piernas, sal del asiento, camina un poco por el pasillo. No hay necesidad de ir a buscar nada en el vestíbulo, el verdadero espectáculo está en la sala.
Al final, la euforia. Cuando termina la función, sientes el estallido de los aplausos, una ola de sonido que te inunda y te envuelve. Es la energía de la gratitud compartida. Sientes la emoción en tu pecho, la piel de gallina. La gente empieza a moverse, el murmullo vuelve, pero ahora es un murmullo de asombro y de comentarios sobre lo que acabas de vivir. No te precipites a salir; déjate llevar por la corriente de la gente, siente los hombros de las personas a tu lado, el calor de la multitud. Al salir a la calle, el aire de Nueva York te golpea de nuevo, pero ahora lo sientes diferente, cargado con la magia que acabas de experimentar. Para mí, el final es sentir cómo esa historia que viviste sigue resonando en ti mucho después de haber abandonado el teatro.
Un abrazo desde el camino,
Olya from the backstreets