¡Hola, hola! ¿Sabes? Acabo de volver de Dubrovnik y todavía me resuenan los ecos de las campanas en la cabeza. Te lo cuento como si te estuviera enviando un audio.
Imagina que estás caminando por el Stradun, esa calle principal de mármol pulido que brilla bajo el sol. Sientes el calor del pavimento bajo tus pies, un calor que el mármol ha absorbido durante siglos. A tu alrededor, el murmullo de la gente se mezcla con el eco de tus propios pasos, y un aroma a sal, a mar cercano, se cuela entre las paredes de piedra. De repente, a lo lejos, escuchas un tintineo, un sonido que te guía, te llama. Es la Torre del Reloj, alta y majestuosa, asomándose por encima de los tejados de terracota. Te acercas y sientes la brisa, esa mezcla de aire fresco y aromas históricos que te envuelve mientras miras hacia arriba, hacia esa torre que parece guardar todos los secretos de la ciudad.
Una vez dentro, el ambiente cambia. Dejas el bullicio de la plaza por un silencio más denso, roto solo por el chirrido ocasional de la madera o el roce de tu ropa contra la piedra antigua. No hay ascensor, no, esto es a la vieja usanza. Empiezas a subir por una escalera de caracol, de piedra, irregular bajo tus manos si las apoyas en la pared. Cada escalón es un pequeño esfuerzo, y sientes cómo tus músculos se activan, llevando tu cuerpo hacia arriba. A medida que asciendes, la luz exterior se filtra por pequeñas aberturas, creando haces de polvo danzantes en el aire, y puedes oler el aroma de la piedra vieja, un olor a tiempo detenido. La sensación de ir ascendiendo, paso a paso, te conecta con los siglos de personas que han subido y bajado por esas mismas escaleras.
Y entonces, llegas arriba. El aire fresco golpea tu cara. El sonido de la ciudad se abre, ya no es un murmullo, sino una sinfonía de voces lejanas, gaviotas y el suave chapoteo del Adriático. Mira a tu alrededor: un mar de tejados naranjas se extiende bajo tus pies, salpicado de chimeneas y pequeños patios. Puedes casi tocar las murallas de la ciudad, que abrazan Dubrovnik como un protector silencioso. Y ahí están ellas, las campanas. Son enormes, de bronce, y sientes una vibración en el aire antes incluso de que suenen, una anticipación. Cuando dan la hora, el sonido es poderoso, envolvente, tan fuerte que sientes cómo te atraviesa el cuerpo, haciendo vibrar cada fibra. Es un momento que te detiene, te hace sentir parte de algo mucho más grande.
Honestamente, la subida es un poco estrecha y no apta para claustrofóbicos o para quienes tengan problemas de movilidad, eso es lo que menos me gustó. Pero la recompensa, la vista de 360 grados de la ciudad vieja y el mar, lo vale absolutamente. Me sorprendió lo bien conservado que está todo el mecanismo del reloj, es una mezcla perfecta de historia y funcionalidad. Un consejo: ve a primera hora de la mañana o justo antes del atardecer. Evitarás las multitudes y la luz es mágica. No es una visita de horas, pero sí una experiencia que te ancla a Dubrovnik.
¡Hasta la próxima aventura!
Olya from the backstreets