¡Hola, gente bonita! Acabo de volver de Lisboa y tengo que hablarles de Alfama. Es de esos lugares que te agarran del alma y no te sueltan, ¿saben?
Imagina esto: bajas del tranvía 28, que chirría como un pájaro gigante, y de repente, el aire cambia. No es solo el olor a humedad de los adoquines viejos o el salitre lejano del Tajo, es una mezcla de detergente fresco de la ropa tendida entre balcones, sardinas asándose en alguna esquina y un dulzor inexplicable que flota por ahí. Cierras los ojos y sientes el suelo irregular bajo tus pies, cada piedra contando una historia. Escuchas el murmullo de voces, el eco de una guitarra portuguesa que se desliza por una ventana abierta. Es el Fado, que te envuelve sin pedir permiso, triste y hermoso a la vez. Caminas por pasadizos tan estrechos que puedes tocar las paredes de ambos lados, sintiendo la textura fría de la cal. Es un laberinto, sí, pero uno que te invita a perderte, a descubrir un patio escondido con macetas de geranios o una capilla diminuta. Lo que más me gustó fue esa sensación de autenticidad, de barrio que sigue vivo, respirando a su propio ritmo, ajeno al bullicio de la ciudad moderna.
Y hablando de autenticidad, para vivir el Fado de verdad, no vayas a esos sitios grandes y turísticos. Busca una "Casa de Fado" pequeña, en una callejuela. La experiencia es mucho más íntima si cenas allí, aunque no sea la comida más espectacular, el ambiente lo compensa. Reserva con antelación, porque suelen ser lugares pequeños. Para las vistas, no te quedes solo en los miradores famosos; sube por cualquier cuesta y gira por donde menos te lo esperes, siempre hay un balcón improvisado con vistas preciosas. Y un consejo práctico: lleva calzado cómodo, pero muy cómodo. Las cuestas y los adoquines te pondrán a prueba, pero cada paso vale la pena.
Pero no todo fue color de rosa, ¿eh? La verdad es que a veces es un poco agobiante. Hay momentos, sobre todo en las horas punta o cuando llega un crucero, que sientes que la multitud te empuja. El sonido de los carritos de las maletas arrastrándose por los adoquines se mezcla con el de mil idiomas diferentes, y la magia se rompe un poco. Esa sensación de intimidad que tanto me gustó se desvanece cuando estás codo con codo con otros turistas, intentando sacar la misma foto o pasar por la misma callejuela. Y el calor, en verano, puede ser sofocante, especialmente en las subidas. Sientes el sudor pegajoso en la piel y las ganas de encontrar una sombra se vuelven una obsesión.
Para evitar esa sensación de agobio, mi mejor consejo es que madrugues. De verdad. Alfama al amanecer es otro mundo: las calles vacías, la luz dorada, el silencio. O ve al atardecer, cuando la mayoría de los grupos grandes ya se han ido y los restaurantes empiezan a encender sus luces. Si quieres comer, aléjate de las calles principales y busca esos pequeños restaurantes con mesas en la acera que parecen de barrio de toda la vida; la comida suele ser más sencilla, pero mucho más rica y a mejor precio. Y si ves a alguien ofreciéndote hachís o algo por el estilo, ignóralo completamente. Es común, pero no es de fiar.
Lo que más me sorprendió, sin duda, fue la resiliencia del barrio. Después del terremoto de 1755, Alfama fue uno de los pocos lugares que se mantuvo en pie, y se nota. De repente, estás en un callejón estrecho y oscuro, y al doblar la esquina, te encuentras con una plaza bañada por el sol, donde los niños juegan a la pelota y las señoras charlan desde sus ventanas. Es un contraste brutal que te hace sentir que el tiempo se ha detenido y avanzado a la vez. También me sorprendió lo fácil que es encontrar pequeños bares con un ambiente increíble, donde los lugareños se reúnen a tomar una copa y a escuchar música, sin pretensiones.
Y para que tú también te sorprendas: no planifiques cada paso. De verdad, coge un mapa si quieres, pero luego guárdalo en el bolsillo. Deja que tus pies te lleven. Descubrí algunas de las mejores vistas y los rincones más bonitos simplemente caminando sin rumbo fijo, subiendo escaleras que parecían no llevar a ninguna parte, o asomándome a patios que no estaban en ninguna guía. Si ves una puerta entreabierta, a veces hay un patio comunitario precioso detrás. Y si te apetece un dulce, busca las "ginjinhas" (licor de cereza) caseras en pequeños puestos, son una delicia y una sorpresa para el paladar.
¡Hasta la próxima aventura!
Lola en Ruta