¡Hola, trotamundos! Hoy te llevo a un lugar que te roba el aliento sin siquiera darte cuenta: la Torre del Puente de la Ciudad Vieja en Praga. Imagina que acabas de cruzar el Puente de Carlos, con el rumor del río Moldava a tus espaldas y el eco de los adoquines bajo tus pies. De repente, una mole oscura y majestuosa se alza frente a ti, como un guardián de piedra que ha visto pasar siglos. La entrada a la torre no es grandiosa; es una puerta robusta y arqueada, un portal que te invita a dejar atrás el bullicio y adentrarte en su silencio milenario. Al cruzar el umbral, el aire cambia. Se vuelve más fresco, más denso, cargado con el olor a piedra antigua y a la historia que se pega a cada grieta. Los primeros pasos son sobre un suelo de piedra lisa, pulida por millones de pisadas, que resuena con cada paso tuyo, como si la torre te diera la bienvenida con su propia voz.
Una vez dentro, el camino te lo marcan las escaleras, y no son unas escaleras cualquiera. Son una espiral sin fin, de piedra, desgastadas en el centro por el paso de incontables pies a lo largo de los siglos. Verás que algunos escalones tienen una concavidad, una huella profunda que te dice: "Aquí pisaron reyes, mercaderes, soldados". La subida es constante, un ascenso íntimo. El hueco de la escalera es estrecho, abrazándote mientras subes, y la luz natural es escasa, filtrándose tímidamente por pequeñas aberturas en la pared, creando haces de polvo danzante. Sentirás cómo la torre te envuelve, te guía hacia arriba en un abrazo pétreo, y el único sonido es el eco de tus propios pasos y el de algún otro visitante que sube o baja.
A medida que asciendes, la escalera te regala pequeñas pausas, descansos que no son más que rellanos diminutos donde puedes echar un vistazo por estrechas ventanas. Son como ojos de la torre que se abren al mundo exterior, ofreciéndote atisbos del Puente de Carlos y del río que serpentea bajo él. En estos puntos, la sensación de encierro se alivia momentáneamente, y el aire parece un poco más ligero. No hay grandes salas ni exposiciones intermedias; la torre es, en su esencia, un camino hacia arriba. Estos pequeños respiros te preparan, te dan una idea de la magnitud del espectáculo que te espera, y te impulsan a seguir la espiral ascendente, siempre guiado por la curva de la piedra.
Finalmente, tras el último tramo de escaleras, la torre se abre. Llegas a la plataforma superior, y la sensación es como si salieras de un túnel oscuro a la luz del sol. El viento te golpea, trayendo consigo el murmullo de la ciudad que ahora se extiende a tus pies. El suelo aquí es una plataforma de piedra, amplia y segura, con una barandilla sólida que te protege mientras te asomas al abismo. Puedes caminar en círculo, contemplando una vista de 360 grados que te deja sin aliento: los tejados rojos de la Ciudad Vieja, las agujas góticas, el serpenteante Moldava, el Castillo de Praga en la distancia. El aire es limpio y fresco, y el sonido de las campanas de las iglesias cercanas flota hasta ti, lejano pero claro. Es el punto donde la torre te libera, te permite respirar y ver el mundo desde su perspectiva centenaria.
Un consejo práctico: si puedes, intenta subir justo antes del atardecer. No solo evitarás las multitudes del mediodía, sino que la luz dorada baña la ciudad de una manera mágica, y podrás ver cómo las luces de Praga se encienden una a una, transformando el paisaje. La entrada no es cara, pero asegúrate de llevar calzado cómodo, porque son muchos escalones. No es accesible para sillas de ruedas ni cochecitos de bebé, y no hay ascensor. Es una experiencia de inmersión total en la historia y la arquitectura, pero requiere un poco de esfuerzo físico.
¡Hasta la próxima aventura!
Sofía de Ciudad en Ciudad