¡Hola, trotamundos! Si me preguntas qué se *hace* realmente en la Capilla Sixtina, te diría que más que hacer, es un lugar para *sentir*.
Imagina que llegas, y no es solo la Capilla Sixtina, es todo el Vaticano. Desde que pones un pie dentro de los Museos Vaticanos, empiezas a sentir el murmullo de miles de voces, una sinfonía de idiomas que te envuelve. Hueles el polvo del tiempo, la humedad de siglos, y la tenue fragancia de la cera de los pulidores. Sientes el aire fresco y denso de los pasillos antiguos, y la piel se te eriza un poco con la magnitud de todo. Eres parte de una corriente humana, un río que fluye lentamente hacia algo grandioso.
Caminas, y es un camino largo, créeme. Tus pies empiezan a sentir el peso de la distancia sobre la piedra pulida. Atraviesas galerías y más galerías, cada una un festín para los sentidos, incluso si no puedes verlas. Escuchas el eco de tus propios pasos mezclándose con el arrastrar de tantos otros, una especie de ritmo constante. Sientes la mano fría del mármol si te apoyas en una pared, y la energía que emana de cada pieza de arte que te rodea. Es una acumulación de asombro y, honestamente, un poco de cansancio que te prepara para lo que viene. Lleva calzado cómodo, de verdad.
A medida que te acercas al final del recorrido de los museos, la atmósfera cambia. El murmullo general se convierte en un susurro más contenido, casi reverente. Escuchas a los guardias pidiendo silencio con un "shhh" constante, pero suave. El aire se vuelve más denso, más cargado de expectativa. Sientes la presión de la multitud que se comprime un poco más, y una anticipación palpable que te envuelve, como si supieras que estás a punto de entrar en un espacio sagrado, diferente a todo lo anterior.
Y entonces, entras. Lo primero que te golpea, incluso antes de que tus ojos se acostumbren a la penumbra, es la inmensidad. Imagina levantar la cabeza, y sentir el cuello tensarse casi de inmediato. Es como si el cielo se hubiera desplomado sobre ti, pero no de forma aplastante, sino de una manera que te hace sentir minúsculo y, a la vez, parte de algo infinito. El silencio es casi total, roto solo por los susurros ahogados y los ocasionales "silencio, por favor" de los guardias. Sientes el frío de la piedra bajo tus pies y el calor de la gente a tu alrededor, todos compartiendo ese momento de asombro mudo, con la mirada perdida hacia arriba.
Dentro, la regla es clara: no fotos. Y es una bendición, porque te obliga a estar presente. No puedes esconderte detrás de la cámara, tienes que *vivirlo*. Te mueves lentamente, empujado suavemente por la corriente de gente, observando cada detalle que tu mente puede captar. Cuando sales, es directamente hacia la Basílica de San Pedro, lo cual es muy práctico y te ahorra una larga vuelta. Solo sigue las indicaciones y el flujo de gente.
Al salir, la luz del sol te golpea, y el ruido de la plaza te devuelve a la realidad, pero la imagen, la sensación, se queda contigo. Es como si hubieras sostenido un secreto un momento, y ahora lo llevas contigo. El cuello te dolerá un poco, sí, pero es un dolor dulce, una marca de haber estado bajo una de las obras de arte más impresionantes del mundo. Te sentirás un poco agotado, pero con una sensación de plenitud, como si hubieras tocado algo inmenso. Y sí, un buen café italiano después sabe a gloria.
Olya from the backstreets