Acabo de volver de Budapest, y quiero contarte todo sobre la Plaza Liszt Ferenc, porque es de esos sitios que te dejan una mezcla de sensaciones que hay que vivir. Imagina que llegas y, de repente, una oleada de sonidos te envuelve: el murmullo de cientos de conversaciones, el tintineo de copas, una risa que se escapa de alguna terraza, y de fondo, casi como un latido, la música que parece emanar de la propia tierra. Puedes sentir la energía vibrante bajo tus pies, como si el suelo de adoquines estuviera vivo. El aire huele a café recién hecho, a algo dulce que se hornea cerca, y quizás un toque de especias húngaras que se cuela desde alguna cocina. Te paras junto a la estatua de Liszt, el gran músico, y te das cuenta de que la plaza es como un escenario al aire libre, un concierto constante de la vida de la ciudad. Lo que más me gustó fue esa atmósfera, esa sinfonía de lo cotidiano que te atrapa al instante.
Si logras encontrar un hueco, siéntate en una de las terrazas. Siente el respaldo de la silla, quizás un poco frío al principio, pero que luego se calienta con tu cuerpo. Pide algo y tómate tu tiempo. Es el lugar perfecto para observar. No es solo ver a la gente, es sentir el flujo de la vida. Escuchas fragmentos de idiomas que no entiendes, pero captas la emoción en las voces. Los camareros se mueven con una coreografía aprendida, y el sonido de las bandejas es casi musical. Me sorprendió lo mucho que se siente como el salón de la ciudad; no es un lugar de paso, es un sitio donde la gente se queda, charla, se ríe. Si quieres vivir esto, lo mejor es ir a media tarde, cuando el sol empieza a bajar y la luz se vuelve dorada, y la plaza se llena de gente que acaba de terminar el trabajo o de turistas que buscan un respiro.
Ahora, seamos honestos, como si te estuviera enviando un audio. La Plaza Liszt Ferenc tiene su lado menos idílico. No te voy a mentir, los precios en las terrazas pueden ser un golpe. Te sientas, pides algo, y de repente te das cuenta de que estás pagando un extra por el privilegio de la ubicación. Además, en las horas punta, puede ser un caos. Puedes sentirte un poco apretado, el ruido se vuelve más denso y pierdes un poco esa sensación de "salón" para convertirte en parte de una masa. Lo que no me funcionó fue esa sensación de "trampa para turistas" que a veces se cuela. Mi consejo, si buscas algo más auténtico o más económico, es que no te quedes solo en la plaza. Explora las calles adyacentes; a menudo encuentras joyitas escondidas con el mismo encanto, pero con precios más justos y un ambiente más relajado. Mira siempre el menú antes de sentarte.
Pero no todo es solo comida y bebida. La música, esa que te conté que se sentía al llegar, es real. La Academia de Música Liszt Ferenc está justo ahí, y a menudo, puedes escuchar el eco de un piano, una voz, o un violín que se escapa por las ventanas abiertas. Es como si el espíritu de Liszt siguiera vivo, impregnando el aire con arte. Es una sensación increíble, casi mágica. Me sorprendió gratamente la calidad de algunos artistas callejeros que aparecen de la nada, con un violín o un acordeón, y te regalan un concierto improvisado que te pone la piel de gallina. Si te apetece explorar un poco más allá de las terrazas, camina por la calle Károlyi Mihály utca que sale de la plaza; te llevará a otras calles con galerías pequeñas y librerías que son un respiro del bullicio.
En resumen, Liszt Ferenc Tér es un lugar que tienes que visitar, pero con los ojos bien abiertos. Es el pulso de una parte de Budapest, un sitio donde la cultura, la gastronomía y la vida se entrelazan. Sí, puede ser un poco caro y ruidoso a veces, pero la energía que desprende, la sensación de estar en el corazón de algo vibrante, lo compensa. No es solo un punto en el mapa; es una experiencia sensorial completa. Úsala como tu punto de partida, como tu ventana a Budapest. Puedes llegar fácilmente en metro, bajando en la parada Oktogon (línea M1), y desde allí es un paseo corto y lleno de vida.
Un abrazo desde la carretera,
Ana de la Calle