¡Hola, amigos viajeros! Acabo de regresar de Múnich, y tengo que contarles sobre un lugar que me dejó pensando: el Museo de la Cerveza y el Oktoberfest. Imaginen que están caminando por una callecita adoquinada, un poco escondida, y de repente, una puerta de madera maciza se abre. Al cruzar el umbral, el aire cambia. No es el bullicio de la ciudad, sino una quietud antigua. Sientes el fresco de las paredes de piedra, y un tenue aroma a madera vieja y a algo indefinidamente maltoso, como si el espíritu de miles de cervezas pasadas aún flotara por ahí. Escuchas el crujido suave de los escalones de madera bajo tus pies mientras subes, y cada paso te sumerge más en la historia, lejos del caos moderno. Es como entrar en la máquina del tiempo de una cervecería.
A medida que avanzas por los pisos, sientes cómo la historia de la cerveza bávara se despliega no solo ante tus ojos, sino en el ambiente. Te encuentras con herramientas de elaboración de siglos pasados, tan rústicas y auténticas que casi puedes escuchar el tintineo del metal contra la piedra o el chapoteo del mosto. Las exposiciones son sencillas, pero te cuentan una historia clara y lineal, desde los monjes que la elaboraban hasta cómo se convirtió en el pilar de la cultura local. Es un viaje que te permite entender cómo algo tan simple como la cerveza ha moldeado una región entera, y te hace sentir conectado con esa tradición.
Y luego llegas a la parte del Oktoberfest, y esto es lo que me sorprendió. Esperaba más sobre las carpas y la bebida, pero lo que encontré fue una inmersión en la cultura detrás de la fiesta. Ves fotos antiguas de familias enteras vestidas con sus trajes tradicionales, la alegría en sus rostros, y casi puedes escuchar la música de la banda de bronces y el murmullo de miles de conversaciones. Te das cuenta de que el Oktoberfest es mucho más que beber; es una celebración de la comunidad, de la tradición y de la vida. Te muestran la evolución de los trajes, de los desfiles, y de cómo la gente se reúne.
Ahora, siendo súper honesta, el museo es pequeño. Si esperas una experiencia interactiva de alta tecnología o una exposición masiva, quizás te quedes un poco corto. No hay pantallas táctiles ni proyecciones inmersivas. Es un museo a la antigua, con paneles informativos y objetos expuestos. Puedes recorrerlo en menos de una hora tranquilamente. Si vas con la expectativa de algo gigante, puede que te decepcione un poco por su tamaño, pero su encanto reside precisamente en esa intimidad.
Lo que sí me encantó, y para mí fue el punto culminante, es que al final, en la planta baja, tienen un pequeño y acogedor restaurante. Después de subir y bajar todas esas escaleras de madera, y de absorber tanta historia, sentarte en ese ambiente rústico, con las paredes de piedra y la luz cálida, y pedir una cerveza local, es la guinda del pastel. Es como si todo lo que acabas de aprender se materializara en ese vaso. Es una experiencia muy auténtica, donde te sientes parte de lo que acabas de ver.
Si decides ir, está muy céntrico, fácil de encontrar a pie desde Marienplatz. Te sugiero que lo combines con un paseo por la tarde por el centro histórico de Múnich. No vayas con prisas; tómate tu tiempo para leer los paneles y disfrutar del ambiente. Y sí, definitivamente, quédate a tomar una cerveza en el restaurante de la planta baja. Es un lugar perfecto para una pausa tranquila y auténtica en tu día.
¡Un abrazo desde el camino!
Olya from the backstreets.