Hoy os llevo a un rincón de paz y misticismo en el corazón de Busan.
La ascensión hacia Beomeosa, en las laderas del monte Geumjeongsan, ya es una inmersión: el aire se vuelve más nítido, impregnado del aroma a pino y tierra húmeda, mientras el sonido de la ciudad se disipa. Al cruzar la puerta Cheonwangmun, con sus imponentes guardianes de madera, el tiempo parece ralentizarse. Los pabellones, con sus tejados curvados de tejas oscuras, se despliegan en terrazas, sus vigas pintadas con patrones dancheong de colores vibrantes que contrastan con la sobriedad de la piedra. El eco de un gong lejano rompe el silencio, invitando a la contemplación.
Frente al Daeungjeon, la sala principal, no es solo la belleza arquitectónica lo que sobrecoge, sino la carga de historia que emana de sus centenarias maderas. Este templo, fundado en el siglo VII, no solo ha sido un centro espiritual, sino también un bastión de resistencia. Durante las invasiones japonesas de finales del siglo XVI, conocida como la Guerra Imjin, Beomeosa se transformó en un cuartel general para los monjes-soldados que defendían la nación. Imaginar a esos monjes, con sus túnicas, no solo meditando, sino también entrenándose y luchando desde este mismo lugar, añade una capa de respeto y asombro a la atmósfera ya serena. Sus esfuerzos aquí no solo protegieron un sitio sagrado, sino que simbolizaron la inquebrantable voluntad de un pueblo. El incienso se eleva, mezclándose con la luz filtrada entre las hojas de los árboles, creando una atmósfera casi etérea que invita a la quietud.
Una visita que te conecta con la esencia de Corea. ¡Hasta la próxima aventura!