Imagina que estás caminando por una calle bastante transitada de Bucarest, con el murmullo constante de los coches y el ajetreo de la gente. De repente, casi sin darte cuenta, el ruido empieza a desvanecerse, no de golpe, sino como si una manta gruesa absorbiera el sonido a tu alrededor. Sientes que el aire cambia, se vuelve más denso, más quieto, como si hubieras entrado en una burbuja. Es un silencio que no es vacío, sino que tiene peso, te envuelve. Tus pies te guían por un camino que se siente diferente, tal vez un poco más rugoso, o con un cambio en la textura bajo tus zapatos que te avisa que estás entrando en otro espacio, uno que exige tu atención plena.
Caminas unos pasos más y te encuentras con una estructura imponente, hecha de bloques que parecen fragmentados, rotos. No es algo que puedas "ver" fácilmente, pero puedes sentir su presencia masiva, su altura. Imagina que extiendes la mano y tocas una de esas superficies: sentirías el frío de la piedra o el metal, una textura que no es lisa, sino con ángulos y cortes, como si algo la hubiera desgarrado. Puedes rodearla, y a medida que lo haces, la perspectiva cambia, revelando huecos, vacíos que te hacen sentir una punzada en el estómago, una sensación de algo que falta, que ha sido arrancado. Aquí no hay voces, solo el eco de tus propios pasos si caminas despacio, o el sutil sonido del viento que se cuela entre las hendiduras de la estructura, como un suspiro.
Después de recorrer el exterior, si te fijas bien, hay una entrada discreta que te lleva bajo tierra, a un espacio que es parte museo, parte centro de documentación. El aire aquí es más contenido, el silencio es casi absoluto, solo roto por el suave murmullo de otros visitantes o el leve zumbido de alguna pantalla. No hay muchas cosas que tocar directamente, pero cada sonido que escuchas, cada historia que "lees" a través de los paneles informativos, te llega hondo. Es como si el peso de esos relatos, de esos nombres, se posara sobre ti, una carga silenciosa pero inmensa. Puedes sentir la tristeza, la pérdida, la injusticia, como una presión en el pecho, una resonancia que te acompaña mientras te mueves por las salas. El tiempo aquí se detiene, y no hay prisa, solo una invitación a absorber y comprender. La entrada es gratuita, pero es un lugar para el que necesitas tiempo; piensa en al menos una hora para poder digerir lo que te ofrece.
Cuando emerges de nuevo a la luz del día, la calle bulliciosa y el tráfico vuelven a ser una realidad, pero ya no los sientes igual. La luz del sol te golpea de otra manera, y el aire, antes denso, ahora parece más ligero, pero con una melancolía que te acompaña. El silencio que experimentaste en el memorial se queda contigo un rato, una especie de eco en tu mente. No es un lugar para ir deprisa, ni para "hacer turismo" en el sentido habitual. Es un espacio para la reflexión, para sentir y recordar. Después de visitarlo, te recomiendo que busques una cafetería tranquila cerca, te sientes y dejes que todo se asiente. Es una experiencia que se queda contigo mucho después de que te hayas ido.
Olya from the backstreets