¡Hola, amigo! Acabo de volver de la calle Barkhor en Lhasa y tengo que contarte todo. Es un lugar que te golpea los sentidos desde el primer momento, de una forma que nunca imaginé.
Imagina que pones un pie fuera de una calle normal y, de repente, el aire cambia. No es el aire de la ciudad, es más denso, cargado de algo antiguo. Lo primero que te envuelve es el olor: una mezcla profunda de incienso quemado, casi dulce y ahumado, y la mantequilla de yak rancia que usan para las ofrendas. Es un aroma que se te pega a la ropa y a la memoria. Luego, el sonido. No puedes verlo, pero lo oyes todo: el murmullo constante de miles de voces recitando mantras, el tintineo rítmico de los molinillos de oración girando sin parar, el roce de las túnicas de lana de los peregrinos contra el suelo mientras dan sus vueltas rituales. Es una sinfonía de devoción. Sientes el pulso de la calle bajo tus pies, una vibración constante de gente moviéndose en una sola dirección, como un río lento pero imparable. Lo que más me gustó fue esa sensación de ser arrastrado por una corriente de fe, de formar parte de algo mucho más grande y antiguo que tú.
A medida que avanzas, te das cuenta de que el suelo no es liso; está pulido por siglos de pisadas y por los cuerpos de los peregrinos que se postran una y otra vez. Si cierras los ojos y te concentras, puedes sentir esa energía que emana de la tierra. Extiende la mano y toca los molinillos de oración: algunos son de metal frío, otros de madera pulida, y cada uno tiene su propio sonido sutil al girar, como un suspiro. Te sorprende la calidez de la gente, sus rostros curtidos por el sol y la devoción, y la forma en que sus ojos, aunque no siempre te miren directamente, transmiten una paz profunda. A veces, oyes el balido de una cabra o el ladrido de un perro callejero, recordándote que, a pesar de la atmósfera espiritual, la vida cotidiana sigue su curso. La sorpresa es esa mezcla de lo mundano y lo sagrado, lo práctico y lo eterno, todo coexistiendo en el mismo espacio.
Ahora, la parte práctica, porque esto también es un mercado. Hay puestecitos por todas partes vendiendo de todo. Si buscas recuerdos, encontrarás thangkas (pinturas tibetanas), joyas de plata y turquesa, y artesanía de madera. Mi consejo: regatea. Siempre. Empieza por la mitad o menos de lo que te piden, y no tengas miedo de irte si no te bajan el precio; casi siempre te llamarán de vuelta. No te dejes engañar por las "antigüedades"; la mayoría son reproducciones modernas. Si ves algo que te gusta, tócalo, siente su textura, su peso. ¿Te gusta cómo se siente? ¿Es lo que esperabas? La comida callejera es una experiencia en sí misma: prueba los momos (empanadillas al vapor), son deliciosos, pero asegúrate de que estén bien calientes. Lo que no me funcionó fue la insistencia de algunos vendedores, que a veces te seguían un poco más de lo que me gusta. Mantente firme pero siempre amable.
Para moverte por allí, sigue el sentido de las agujas del reloj. Es la dirección del kora, el circuito de circunvalación sagrado, y si vas en contra, puedes molestar a los peregrinos. La mejor hora para ir es por la mañana temprano, cuando la luz es suave y la devoción está en su punto álgido, o al atardecer, cuando la calle se ilumina y adquiere un ambiente mágico. Si quieres evitar las multitudes, ve a la hora del almuerzo, aunque la experiencia no es la misma. Un consejo honesto: ten cuidado con tus pertenencias, como en cualquier lugar con mucha gente. Y no tomes fotos de la gente sin permiso, especialmente de los peregrinos; es una falta de respeto. Lo que no me gustó es que, a veces, la cantidad de gente era tan abrumadora que perdías un poco la sensación de paz que buscabas. Pero incluso entonces, el espíritu del lugar te envuelve.
En resumen, Barkhor Street es un asalto a los sentidos, una inmersión total en la cultura y la espiritualidad tibetana. Te gusta la energía, la fe palpable y el torbellino de sonidos y olores que te transportan. No te funciona del todo la masificación o la insistencia de algunos vendedores, pero esos son pequeños detalles comparados con la experiencia global. Lo que más me sorprendió es que, a pesar de todo el bullicio, puedes encontrar momentos de profunda quietud y conexión si te dejas llevar. Es un lugar que te cambia, que te hace sentir pequeño y, a la vez, parte de algo inmenso.
¡Un abrazo desde el camino!
Max de viaje