¡Hola, exploradores del pasado! Hoy caminamos por un lugar donde el tiempo dejó su huella más profunda.
Al adentrarse en las Ruinas de León Viejo, el primer sonido que envuelve es el viento, no un soplo cualquiera, sino un murmullo constante que se cuela entre los muros de adobe y piedra volcánica, como un narrador invisible. Bajo los pies, la tierra seca y suelta cruje con cada paso, un ritmo monótono que se mezcla con el canto distante de algún pájaro solitario, un eco agudo que rompe la vasta quietud del lugar. A lo lejos, si el viento es favorable, se percibe un susurro amortiguado, la suave respiración del Lago Xolotlán.
El aire es denso con el aroma del polvo cálido, de la tierra reseca por el sol inclemente. Hay un matiz mineral, casi salado, proveniente de las estructuras de piedra ancestrales, mezclado con el tenue perfume de hierbas silvestres y secas que crecen tenazmente entre los cimientos. Es el olor de la historia misma, de un asentamiento que una vez fue vibrante y ahora solo exhala memorias.
Bajo los dedos, las paredes de las casas y la iglesia se sienten ásperas, desmoronándose en pequeños fragmentos de roca volcánica y lodo cocido. El suelo es una alfombra desigual de guijarros sueltos y arena fina que se cuela en cualquier calzado, y el calor que irradian las ruinas es palpable, una brasa bajo la planta de los pies. Una columna antigua puede ofrecer una superficie más lisa, pulida por el tiempo y el tacto de innumerables visitantes.
El ritmo de la caminata es inevitablemente lento, una procesión pausada que invita a la reflexión. Cada paso es una inmersión en una quietud profunda, un compás que se sincroniza con el suave y constante soplo del viento. Es una danza silenciosa con la historia, donde el pulso de la vida moderna se desvanece, dejando solo el eco de lo que fue.
¡Hasta la próxima aventura sensorial!